Me cago en Benz

De joven, me entusiasmaban los coches. La mala educación, junto al punto de estupidez propio de los dieciocho años, hubieran complicado la elección entre un apasionado romance con Cristina Rosenvinge y las llaves de uno de aquellos chulescos R5 Copa, tan de moda entre los aspirantes a adultos de la época. Sin llegar a la perfección de la susurrante rubia, en lo primero nunca me consideré mal pagado. En lo segundo, frustración absoluta. Me tuve que conformar con un viejo Seat 127 de segunda mano y cuarto pie. Un horror de cacharro que heredé de madre y pagué por piezas, de taller en taller. Alcanzar con “aquello” la costa levantina era como subir en patinete el Tourmalet. Por las infames carreteras nacionales de doble dirección, cada adelantamiento se tornaba una aventura; cada ascenso un desafío a la gravedad. Madrid-Alicante en solo siete horas. Admiraba a los comerciales y a los peritos tasadores. Necesitaban el auto para trabajar; lo renovaban cada poco y encima salía más barato al poder deducir del precio determinados impuestos. El cojocurro, en mi inconsciencia de entonces.

Hoy, comparto con los católicos el convencimiento de la llegada del anticristo a la Tierra. Para ellos, superados los síndromes de Stalin, Mao o Fidel, se trata de una expectativa. Para este bloguero enfermo, una realidad perceptible por los sentidos. El hijo de Satanás ya se encuentra entre nosotros. Viste carrocería de acero, ruedas, espejos y se desplaza causando al resto de los habitantes del planeta, todo detrimento posible. El coche es el mal; el mal absoluto. El amo de las calles. Las ciudades destinan a las personas una ínfima parte del espacio asignado a los vehículos. Están diseñadas para ellos. Nos envenenan. Nos atropellan. Nos conminan al asesinato de paisajes y aniquilan sin miramientos cualquier resto de vida que encuentran a su paso. Ni mosquitos, ni perros, ni peatones, ni ciclistas, se hallan a salvo. Si los críos carecen de espacios para el juego, lo aceptamos como la natural consecuencia del progreso. Si no podemos estacionar en la exacta puerta de nuestro destino, se escribe una tragedia griega. Procede reformar infraestructuras, transformar hábitos y, sobre todo, destruir. Destruir... el verbo predilecto de esta era. La cultura del auto se traduce en la cultura de la destrucción.

Dicen sus defensores que es el caballo de nuestro tiempo. Será el de Atila. Ese bajo cuyos pies no volvía a crecer la hierba. O aquel jaco que en los ochenta devolvió a la Madre Tierra media generación de chavales. Una droga que como todas, al principio promete la libertad (te podrás mover donde quieras y cuando quieras), para más tarde convertirte en su más sumiso esclavo. Trabajarás para el coche, vivirás para el coche, morirás para el coche, enfermarás por el coche y apreciarás al puto coche más que a los tuyos. Reservamos a ese diablo de plástico y metal, una habitación de tamaño doble a la del abuelo. La mejor de la casa. En la zona baja del inmueble. Protegida en verano del sol abrasador y en invierno de los fríos nórdicos. La pintura, como la carne en otros menesteres, se vuelve débil. 



Con los automóviles sucede como con los gatos. Creemos que nos pertenecen cuando en realidad domina la función contraria. Sí nuestro hijo se desuella media pierna, decimos: “chapa y pintura”. Todo quedó en un susto. Si lo mismo le sucede al coche, chapa y pintura equivale a una operación a corazón abierto de las de antes. De aquellas del doctor Barnard; un carnicero sudafricano especialista en que la gente muriera con las vísceras de otro... tras pasar el sino. Reconozco al coche cierta utilidad para el psicoanálisis. Posee la pérfida cualidad de exprimir lo peor de cada ser. Con frecuencia contemplamos a un educado peatón, perder los nervios y el decoro, con solo abrocharse el cinturón de seguridad. Un imbécil al volante se transforma en un animal devastador, capaz de asesinar por un mísero espacio en el que dejar su vehículo a salvo de grúas. Se distingue a un perfecto cretino tan solo por el auto que porta. No voy a precisar mucho más. Bastantes enemistades me he ganado por otras cuestiones, como para ilustrar ahora mi argumentación con imágenes de determinadas marcas alemanas o japonesas.

El diccionario, define el odio como la “aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea”. Odio a los coches tanto como simpatizo con los desguaces. Allí sufren. Me alegro. Lo merecen. Son la principal herramienta del capitalismo para mantenernos serviles. Como el dinero, obsequian una felicidad virtual que nos vuelve dependientes. Nos esclavizan. El llamado estado del bienestar es el estado del coche o el estado del bienestar para los coches. Un mundo donde las cosas, donde los elementos inanimados, se valoran por encima de los seres vivos. ¡Y dicen qué existe dios! Si fuera cierto, del choque entre un automóvil y una abeja quedaría descuartizado el primero.

Cada persona comprometida con su tiempo, fija su particular imagen del camino hacia un futuro mejor. La revolución será feminista o no será, se afirma desde determinadas posicones. Resulta sencillo imaginar cuales. Ecologista o no será, desde otras. Libertaria o no será. Vegana o nada. Pacifista o tampoco... No discuto ninguna de las aseveraciones precedentes. Las comparto. Pero en mi particular concepto del bien, creo que el porvenir se despeja quemando coches y destruyendo carreteras.

Por esas personales contradicciones en las que todos caemos, confieso poseer auto y de marca. En realidad se trata de una cocha. Una furgona alemana con más de once años que agoniza a base de kilómetros y malos tratos. Dicen que el primer paso para librarse de una adicción es reconocerla. Lo admito de modo público. Aceptaré el tratamiento, el mono y sus consecuencias. Como dirían quienes asumen por arte el asesinato de un animal indefenso, en peores plazas hemos toreado. Desconozco si conseguiré desengancharme por completo. Pero garantizo que como las actrices del primer postfranquismo, a partir de ahora solo me desnudaré por exigencias del guión.



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