La muerte de un alpinista


Confieso que mi enfermiza afición a la montaña, me lleva a sufrir de un modo tan cercano como personal cualquier desgracia que en ella acontezca. Todos los que de uno u otro modo frecuentamos las alturas, hemos padecido algún incidente que pudo ser grave pero que el paso del tiempo y ese centrifugado de recuerdos que llamamos sueño REM, han transformado en compañía ideal para la quinta cerveza. Una placa de viento que casi se derrumba a nuestro paso, una niebla que levantó de repente y que impedía vernos la mano con tal que la alejáramos del cuerpo o esa zona helada justo en el paso más expuesto y el día que dejamos los crampones en casa... Quizá por ello sentí con desmedida intensidad el fallecimiento de Juanjo Garra. Cuatro desdichadas noches a una intemperie tan cualificada como los 7500 metros del Dhaulagiri son demasiadas incluso para quienes acostumbran a dormir con la muerte.

Ese particular penar lo considero lógico y compartido en todos los que amamos la montaña. Pero me parece absurdo y hasta hiriente en quienes consideran un paseo por el Parque del Buen Retiro como salir “al campo” o entre quienes entienden por trekking la visita a la Laguna de Peñalara o incluso a la Grande de Gredos. Cotos y los Barrerones son al Himalaya lo que el lago de la madrileña Casa de Campo al océano Atlántico. No es la envidia, siempre insana, la que me mueve a repudiar ese social y repentino sentimiento de solidaridad con el fallecido; sino su origen virtual y mediático. Duele como un estornudo con dos costillas rotas, la visión de un tipo que  periódico en mano lamenta la triste suerte del alpinista fallecido, mientras esquiva los cuerpos ignorados de quienes cada noche pasan frío, calor, miseria y desprecio en ese Dhaulagiri castellano en que se han convertido los accesos al parking de la Plaza Mayor. Al montañero, al compañero de la montaña, le consideramos ( lo es) inocente de toda culpa; víctima de una cruel desgracia; mientras que en el fondo, responsabilizamos a los mendigos de su marginalidad. Los prejuzgamos drogadictos, borrachos, inadaptados, anarquistas o de los que vivieron por encima de sus posibilidades. Causas todas ellas que debemos considerar suficientes para la imposición de esa pena de perpetua infelicidad. El mundo al revés. Todo el que sale al monte conoce que es una actividad de riesgo. Lo acepta y lo asume. Puede elegir. Y elige vivir y morir haciendo lo que ama. Perder la vida en una expedición es como morir practicando sexo: no se busca, pero tampoco se conoce mejor manera de abandonar este mundo que en pleno orgasmo. Fallecer de asco, de mendicidad y de marginalidad nos llega impuesto. Lo imponemos nosotros. Nadie escoge de modo voluntario la sombra de un puente como vivienda habitual. Y sin embargo, causa repulsión en un sector por desdicha muy amplio de nuestros congéneres.


Sangra también la social preocupación por la felicidad conyugal de una rubia de tinte antinatural, inculta y ordinaria, cuyo mérito de mayor relevancia fue acostarse con un torero de apariencia no demasiado inteligente. Sobre todo, cuando en lo que va de semana se han producido ya tres agresiones sexistas y en la pasada tuvimos que contar hasta cuatro fallecidas y nadie parece obligado a evitarlo. La policía, la UIP, capaz de disolver a torta limpia a diez mil manifestantes enfurecidos por los recortes, no puede impedir que un energúmeno nacido en mala hora termine con la vida de la que fue o es su pareja. Inadmisible y .. muy triste.

Da naúseas que media España no duerma pensando si Casillas juega o calienta el banco, si el Ronaldo es o no feliz, o si Vilanova es peor o mejor que Guardiola; cuando más de seis millones de personas no tienen empleo, cuando miles de familias pierden sus casas o cuando decenas de estudiantes tienen que dimitir de su futuro ante la imposibilidad de abonar el segundo plazo de la matrícula.

Vivimos en un mundo de cifras y elegimos las equivocadas. Los medios de comunicación, comisionados para incomunicarnos con la realidad, se encargan de ello. No culpo a los profesionales. Tengo muchos y buenos amigos que se ganan la vida en eso de la prensa. Responsabilizo a sus jefes. Son ellos quienes manipulan. Son ellos quienes eligen ponernos el alma en vilo con la muerte de un alpinista al que nunca conocimos, con los caprichos de milonarios que trabajan en pantalón corto, o con las desventuras sentimentales de una buena colección de parásitos. Son ellos quienes escogen como esenciales las insignificantes cifras de la prima de riesgo, del tipo de interés, del PIB o del crecimiento económico; mientras reducen a anécdota y a la pagina 36 de nuestras vidas, las de la pobreza, las del paro, las de mujeres asesinadas por quienes un día consideraron el amor de su vida, las de gentes sin hogar y las de jóvenes y mayores sin futuro ni esperanza. Y es con ellos con quienes desde abajo tenemos que acabar. 

Lo repito. Siento de veras la muerte de Juanjo Garra. Lamento ponerme borde en un día que en esta mi tierra, por la que tengo tan escaso apego, es festivo. Pero que le voy a hacer si comparto con la genial Mirian Reyes esta “extraña manera de estar vivo, esta necesidad de traducirme en palabras”.

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