Destruir-construir
Tras meses de permanente lucha frente a
los desatinos gubernamentales, el temible virus del desánimo parece
infectar las filas altermundistas. Resulta descorazonador que pese a
nuestra beligerante oposición, la sanidad sea cada día peor, menos
universal y menos pública, o que la enseñanza tenga menos que
enseñar y se torne más privada y más confesional. Los necesarios
éxitos para mantener alta la moral de la tropa aunque importantes,
son limitados. No van más allá de parar un desahucio o de
inducir una tímida reforma legislativa. Poca cosa cuando se
precisa volver el mundo del revés. Como grita el lema callejero: si se
puede... pero se puede poco.
La muerte por homicidio premeditado de
las prestaciones sociales y de eso que llamamos “lo público”
empieza a aceptarse tan inevitable como irreversible. Para
contrastarlo solo es preciso consultar esa especie de barómetro
colectivo en que se han convertido las redes sociales. Cada vez menos
mensajes; cada vez más repetidos; cada nueva aportación más
pesimista que la anterior. Que otro mundo
es posible lo sabemos todos; que resulte probable a corto plazo,
empezamos a dudarlo muchos.
Frente al evidente fracaso de las
herramientas “tradicionales”, fundadas en la movilización y el
voto; los sectores más inquietos de nuestra sociedad, pretenden
identifiicar la esperanza en el arriesgado diseño de una especie de
mundo paralelo. No compramos determinada ropa; nos alejamos de los
grandes centros comerciales; sembramos huertos urbanos; limitamos el
uso del vehículo privado; administramos en régimen de autogestión
espacios culturales alternativos y nos convertimos en profetas de la vuelta a un campo que dejó de existir porque lo destruimos durante décadas. Con una pequeña ración de insolencia, hasta nos planteamos
emitir moneda propia. Como reza el lema decrecentista que con
entusiasmo profeso: vivir mejor con menos.
Como principio filosófico, como destino ilusionante y como intento de sentirse vivos, me parece una pretensión plausible. Pero tengo razonadas dudas que por sí sola sea capaz de transformar un mundo que precisa de urgente cambio. No es sensato esperar un contagio capaz de provocar en esta sociedad hospitalizada una epidemia de buenos hábitos. Preveo que su conclusión será la misma que la del modelo económico del bien común: poco más que un inventario de parados sin recursos, un muestrario de pijos ácratas o un atractivo destino turístico de fin de semana para alemanes estresados y con posibles. No digo que esté mal. Afirmo que resulta admirable en lo individual pero insuficiente en lo colectivo.
Nos agrade o no, habitamos un edificio
arcaico y casi en ruinas. Una especie de antiguo seminario abandonado
de techos altos, distribución destartalada y cristales rotos que
dejan el interior a merced de las lluvias y los vientos. Ideal para
el rodaje de una peli de terror, pero por completo inútil como
plácido hogar familiar.Y cuando un inmueble no se encuentra
habitable solo caben dos opciones: reformar en profundidad o echarlo
abajo. El primer camino es cosa de políticos y grarantiza -dado el estado de la estructura- una
interminable sucesión de averias y reparaciones; el segundo
pertenece a los ciudadanos y debe ser el nuestro. Otras soluciones carecen de lógica. Ni resulta factible dejar todo tal cual (es lo que desean los actuales amos del mundo), ni pueden
coexistir dos construcciones sobre el mismo suelo.
Pura física. No caben.
¿Donde hemos llegado? Al conocido
paradigma del destruir-construir de Murray Bookchin. A la necesidad
de edificar sobre un solar vacío en el que escabar tan sólidos
cimientos como el terreno requiera. Todos preferimos la artística
tarea creativa a la desagradable e ingrata demolición de lo viejo,
pero ambas son imprescindibles. Primero hay que eliminar lo que
sobra, para después levantar en su lugar lo necesario. Entiéndanse
las siguientes frases en el obvio sentido metafórico, Quizá nos
hemos hecho tan pacifistas, tan aficionados al tiquitaca político,
tan demócratas en el sentido liberal del término; que quizá hemos
olvidado que el depredador nunca abandona de modo voluntario la
presa. Hay que quitársela. Y en esa inaplazable labor liberadora
habrá que ser tan hermosamente rebeldes y tan contenidamente
violentos como nos obliguen. En la poesía de
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